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NEW YORK CHEESE CAKE AUTÉNTICO Y GENUINO

13 Feb

Siempre soñé que un día estaría en Manhattan…

Suena la eterna voz de Fran Sinatra cantando  New York, New York, y poso suavemente las manos en el teclado y…, ¡e voilá!, vuelo lejos, tan lejos como me lleva su música.

Aterrizo como Mary Poppins en el puente de Brooklyn, ¡buen sitio para pisar Nueva York por primera vez!.

El sol se va a poner y los rascacielos se llenan de luces como si fuesen gigantescos árboles de Navidad. Disfruto de este mágico momento mientras una suave lluvia de otoño se desliza sobre las barandillas grises. Es mi primera imagen de Manhattan y este esperado momento supera con creces mis expectativas.

Ahora ya sólo escucho a Michel Camilo y mientras me dirijo hacia la Gran Manzana, su alegría es la mía. Las vistas del río me dejan maravillada y tengo la sensación de que bajo mis pies hay un gran teclado y que a cada paso toco una nota dirigida por él, es el tema «At Night». Ya no llueve y la tarde se ha envuelto en un pijama de tonos rojizos. Sólo unos metros más y estoy a punto de llegar al final que es mi principio.

La música me entona, es el aperitivo y ¡se me hace la boca agua! pensar en el banquete multicultural que me espera. El arte, la música, la arquitectura… Es el mestizaje, la mezcla de decenas de culturas que conviven en un único mundo. ¡Esto, queridos amigos es Nueva York!.

Justo al salir del puente, mi memoria evoca los primeros fotogramas de «Manhattan» y ¡por poco me coge un taxi amarillo!. Es todo tan…, en fin, tendré que llevar buen cuidado aquí con los abstracismos, ¡al menos cuando esté cruzando la calzada!.

Me envuelve una ligera bruma que va disminuyendo conforme dejo a mis espaldas el río. ¿Es sólo soñar despierta o mis torpes pies tocan de verdad suelo Neoyorquino?. Anocheciendo en el bajo Manhattan, un tranquilo día de otoño…,  solos: mi paraguas, un abrigo ligero y yo.

Estoy en el Distrito Financiero, junto al impresionante Edificio Federal rodeado de altos guardaespaldas que se elevan hasta el cielo. Doy un tímido saludo a George Washington y tras andar un poco, el edificio neoclásico de la bolsa me deja sin aliento, chicos ¡estoy en Wall Street!, ¿donde está Michael Douglas?, voy a ver si lo encuentro y nos tomamos una copa en uno de los bares de Jazz en Greenwich.

Algunos afirman que Wall Street debe su nombre al muro de defensa que construyeron los primeros holandeses que habitaron Manhattan, la que compraron a los indios por el precio de unos mocasines, ¡24 dólares!. Otros historiadores aseveran que aquí nunca hubo muro alguno. Y yo me pregunto si algún historiador afirmará o desmentirá algo sobre la vida de aquellos indios.

¡Manhattan!, ¿verdad que suena bien?. Los holandeses la bautizaron Nueva Amsterdam, pero con el tiempo pasó a tener su nombre primitivo; «Mannahatta» que es como la bautizaron en su día los indios que la poblaban, «isla de las colinas».

En este entorno no puedo evitar recordar algunas escenas de la película Gangsters of New York (esta vez es Scorsese y un magistral Daniel Day Lewis encarnando a «Bill el carnicero»). ¿Imagináis aquella lejana época, mediados del XIX,  y las luchas de bandas?. ¡Pensar que una de las zonas más marginales de entonces se haya transformado en una impresionante mole Financiera, con sus Skylines, (se llama así al perfil que pintan desde lejos los rascacielos) sus hermosos edificios, sus brokers de película!…, ¡parece increíble!.

Tras unos minutos de «ensoñamiento»; los personajes, las balas y los cuchillos afilados se alejan envueltos en una nube de humo. Debo administrar bien mi tiempo porque dispongo de una sola noche para conocer esta gran ciudad, así que continúo mi camino sin perder un minuto.

Los altos edificios me observan callados, imponentes, pero no estoy sola. A pesar de haber caído ya la noche muchas oficinas de la bolsa están encendidas.

Se alternan las calles solitarias y tranquilas con otras llenas de ejecutivos que visten trajes de corte italiano. Unos irán a su casa en el Soho, Tribeca o en el Midtown y otros a perderse en la excitante noche Neoyorquina. Y yo aquí, en medio de todos ellos, rodeada de mil maravillas, dejo de ser Mary Poppins para convertirme en Alicia. Pues aunque no tengan los bigotes de un conejo, y sus relojes sean suizos y de pulsera, todos andan con un «llego tarde» escrito en sus caras. ¿Donde me toparé con el gato de cheshire y el sombrerero loco?. ¿Quizás en el Soho? ¿o tal vez tomando una pizza en Little Italy?.

Paso por delante del ayuntamiento con su hermosa fachada de estilo renacentista francés mientras Sting me susurra al oído «un inglés en New York», pero se aleja tras cantar el primer estribillo (siempre me gustó más roxanne) y vuelve Camilo. No sé porqué su piano lleva ruedas y me acompaña en mi paseo. ¡ Menos mal que ahora atravieso calles solitarias!.

Hago una parada para «degustar despacio» otro de los entremeses; St. Paul’s Chapel, que es el templo más antiguo de Nueva York. ¡Lastima que esté cerrado!, espero al menos encontrar alguno abierto en Harlem y poder ver una misa de Gospel. Pero eso será más tarde porque antes pienso atravesar toda Manhattan de sur a Norte.

Me dirijo ahora hacia el Noroeste. El piano se desliza cuesta abajo alejándose de mí; intuyo las razones. Tras andar un buen rato escuchando sólo el sonido de mis pasos, llega en un murmullo » Nimrod» de Elgar, quizás por el dolor que te golpea nada más ver La Zona Cero. Mirando a través de la verja mis ojos se empapan de la lluvia que resbala silenciosa y fría. Huele a tierra mojada, ese olor viejo que tranquiliza el espíritu y dulcifica la tristeza.

Está muy adelantado el proyecto de transformar la zona en un parque dedicado a la memoria de cuantos desaparecieron. La «Torre de la Libertad»será inaugurada en 2013 y con sus 541 m será el edificio más alto de N.Y. Su azotea estará situada a 417m, la altura de las desaparecidas Torres Gemelas.

La noche se ha puesto fría de repente pero debo seguir la ruta planeada. Buscando en mi bolsillo he encontrado una camiseta térmica y una bufanda. No recuerdo haberlas puesto ahí; esperad, también llevo un pequeño fajo de billetes americanos y algunas monedas. En fin, ¡supongo que todo forma parte de un sueño como Dios manda!. Me pongo la bufanda y me quedo mirando el cielo. Ha escampado y la luna brilla como si fuese el gran cañón de un antiguo teatro.

Al pensar en un fastuoso teatro, visitar más tarde Broadway me tienta como el chocolate, pero no puedo ceder. Claro que en mis sueños lo he hecho otras veces. He pisado sus magníficos teatros y  presenciado sus suntuosos estrenos. ¿Recordáis cuando vimos a Jack Lemon tocando el piano en una sala de cine mudo?. ¿Y que me decís de los musicales?. Recuerdo que tuve un hermoso sueño en el que veía entre bambalinas el musical dedicado a la vida de Ray Charles .

Ray con su triste y hermoso «unchain my heart» resuena en las esquinas, pero el ritmo soul-jazz cambia a un jazz más actual. La alegre musica parece venir hacia aquí levantando mi ánimo. Es el piano de nuevo y ¡viene como una bala! con «one more once», y al sonido de las teclas se unen las trompetas y el saxo. No puedo evitar andar bailando ¡que marcha tiene este Camilo!.

Visitar Batery Park de noche es peligroso y tampoco se puede visitar la Estatua de la Libertad a estas horas, ¡otra vez será!.

Lo del tamaño es un clásico porque todos esperan que sea mayor. ¿Recordáis la escena final de «Sabotaje»?. Barry Kane atrapa a Frye, (el malo de la película) en la antorcha. Frye resbala y se agarra al brazo que le tiende Barry, mientras la chaqueta se va desgarrando lentamente  (Hichcock mantiene la tensión de una forma magistral durante unos segundos eternos). En ese fotograma se puede apreciar que el tamaño del dedo pulgar que sujeta la antorcha es mayor que Barry.

¡Me encanta la Estatua de la Libertad!. Me ocurría lo mismo con Paul Newman que era irresistible con su metro setenta de estatura. Y no digamos con «La Mona Lisa»…, después del impacto inicial que nos produce su pequeño tamaño, nos quedamos hipnotizados durante un buen rato para marcharnos dentro del bolsillo de «Da Vinci» para siempre.

Mientras el piano toca la banda sonora del «Golpe» y entretenida en pensar quien es más guapo; Redford o Newman, he llegado a mi siguiente destino: La Trinity Church, que va a ser mi última visita en el Distrito Financiero.

Vuelve a llover y el piano se ha quedado en silencio. En un pequeño claro de este bosque de rascacielos, se alza orgullosa la estrecha y alta iglesia. El acero y el cristal la envuelven, otorgando un toque de romanticismo y calidez a la construcción neogótica. En uno de sus laterales hay un pequeño cementerio con unos bancos que durante la semana suelen estar ocupados por ejecutivos ávidos de una ración de paz. Ahora están vacíos y yo aprovecho para darme un pequeño respiro. Hay una moderna escultura frente a mí; representa las raíces de un árbol rojo.

Es un homenaje al árbol que aguantó en pie el tremendo impacto de las explosiones, siendo después arrancadas sus raíces por la caída de los escombros. Esto salvó una capilla y el cementerio. Dicen que aquí en el pequeño camposanto algunas noches se oyen susurros …

Ahora solo se escucha el silencio, sólo quebrado por el repiqueteo de la lluvia contra el suelo. Ese silencio se va haciendo denso y decido seguir mi camino dejando los tristes pensamientos en aquel banco.

Busco una parada de bus que me deje cerca del Soho, pues aunque no esté demasiado lejos me espera una larga noche de caminata.

Con las teclas del piano sonando como olas que se estrellan tranquilas en una orilla, encuentro por fin el poste azul de la parada y agarro dos billetes de 1 dólar y los 25 peniques, porque el autobús acaba de aparecer como de la nada.

Me acomodo en un desgastado asiento junto a la ventanilla. A través de los cristales puedo ver como el piano sigue el mismo recorrido. Miro a mi alrededor alarmada pero los pocos viajeros que hay están entretenidos en sus asuntos. Algunos dormitan y yo intento en vano bajar el volumen a mis pensamientos.

Tras unos minutos llega el momento de bajarme en Canal St, el piano me espera a unos pasos del poste. Necesito reponer fuerzas antes de adentrarme en el  Soho, algo rápido pero nutritivo. Enseguida encuentro una pastelería que me seduce y pido un irresistible «New York Cheese Cake». For here or to go?, me pregunta el pastelero; for to go please. (mi inglés es de andar por casa y en casa no hablo inglés)

Salgo a la calle degustando la deliciosa porción de cielo y el piano me regala con una versión de «Night and Day», de la maravillosa Ella Fitzgeral. Y mientras me adentro en el corazón de hierro de este excitante barrio voy tarareando; noche y día, día y noche, sólo tú bajo la luna y bajo el sol, sí cerca de mí…, ¡ah, mi querida Nueva York!.

New York Cheese Cake


Ingredientes:

Para la base:

  • 300 gramos (1 y 1/2 taza) de migas de galletas oreo (las venden sueltas o desecháis la crema)
  • 185 gramos de mantequilla derretida (3/4 de taza)
  • 3 cucharadas de azúcar

Para el relleno:

  • 3 yemas de huevo
  • 3 claras a punto de nieve
  • 2 cucharadas de maicena
  • 1 taza de azúcar
  • 1 taza de crema de leche o nata
  • 500 gramos de queso philadelphia o similar (2 tarrinas)
  • la ralladura de 1 limón o una lima
  • 1 cucharadita de esencia de vainilla

Para la crema de baileys:

  • Un chupito de crema de whisky (1/8 de taza)
  • 100 gramos de azúcar (1/2 taza)
  • 50 ccl de lata líquida (1/4 de taza)

Preparación:

Derretimos la mantequilla en el microondas.

Si no tenemos las migas de galleta oreo trituradas, separamos todas las galletas del relleno y las limpiamos para quitar los restos. Pesamos los 300 gramos y metemos las galletas en la picadora hasta dejar unas migas finas. Otra opción es meterlas en una bolsa de plástico y machacarlas con un rodillo hasta que tengan la consistencia deseada.

Mezclamos las migas con las 3 cucharadas de azúcar y con la mantequilla, hasta tener una masa consistente.

Extendemos en la base de un molde desmontable de tamaño medio y horneamos de 5 a 8 minutos en el horno precalentado a 180º. Dejamos enfriar.

Mientras se enfría la base, deshacemos la maicena en una pizca de leche. Mezclamos el queso con las yemas, el azúcar, la maicena desleída, la ralladura de limón y una cucharadita de extracto de vainilla.

Batimos las claras a punto de nieve y las incorporamos a la mezcla anterior con movimientos envolventes.

Previamente untadas de mantequilla derretida las paredes del molde, vertemos la mezcla sobre la base horneada y le damos un par de golpecitos suaves a la base para que se asiente todo.

Metemos el molde en el horno esta vez a 170º, con calor arriba y abajo, durante unos 45 minutos, vigilando de vez en cuando que no se ponga demasiado dorada la parte superior y poniendo un papel de aluminio sobre ésta si fuera necesario.

En los últimos minutos, si metemos una brocheta en el centro, debe salir ligeramente cremosa, no limpia.

La tarta debe temblar ligeramente en el centro cuando la saquemos, así quedará melosa y tendrá la textura de una auténtica New York Cheese Cake.

Para desmoldar, una vez fría pasaremos un cuchillo grande mojado en agua caliente por todos los bordes, mojándolo unas cuantas veces.

En caso de tener un soplete de cocina, pasarlo por todo el perímetro exterior del molde y por último comprobar con un cuchillo mojado en agua caliente si se ha despegado bien.

Guardar en la nevera al menos por 3 o 4 horas y servir acompañada de tofee de bailey.

Para el tofee ponemos el azúcar en una sartén con unas gotas de agua, al mismo tiempo calentamos la nata con la crema de whisky.

Cuando el azúcar se ha convertido en un bonito caramelo rubio, incorporamos sin parar de remover la nata caliente con el whisky. Damos unas vueltas para que todo se integre, y cuando se enfríe lo ponemos en la nevera hasta el momento de servir. ¡Delicius!

Su delicioso sabor y la textura esponjosa y agradable al paladar, unido al crujiente de la galleta os transportará a una pequeña esquina de un barrio concurrido y alegre de los muchos que tiene Manhattan, os hará soñar…