ARROZ CON CHIRLAS Y ALCACHOFAS. CON MOZART DE FONDO CREARÁS UNA ESTROFA.

13 Jun

Continuación de la entrada anterior

Había pasado un mes inmerso en los preparativos de la ópera y se disponía junto a Constanze a viajar a Praga. Justo antes de poner su pie en el escalón del carruaje apareció de nuevo, como de la nada, aquel siniestro personaje vestido de gris. Aquello  produjo una gran impresión en su ánimo. (Después se supo que era un lacayo al servicio del Conde Franz Walsseg, cuya joven esposa había fallecido con tan sólo 21 años. Por encima del dolor, el nada humilde Conde, quería permanecer en el anonimato para atribuirse la autoría del Réquiem, que dirigiría en un solemne funeral por su amada esposa)

Durante aquel viaje, no sólo la preocupación por el estreno ocupó sus pensamientos.

La ópera fue acogida con frialdad. Quizás porque asistieron muchos representantes de la alta sociedad vienesa que asistían a la coronación de Leopoldo II. Pero…, ¡Así es la mia vita! pensaría en su mejor italiano un decaído Mozart.

De regreso a Viena se puso a trabajar en el Réquiem. Y no sólo no dejó que su ánimo actuara en detrimento de éste, sino que a la par, preparó junto a Enmanuel Schikaneder, los ensayos de la ópera «La flauta Mágica» que venía componiendo desde Mayo y que tanto éxito le reportaría, sin el saberlo aún.

Fue al final del verano cuando comenzó a sentir los síntomas de la enfermedad, pero continuaba con su labor musical, día tras día. Intentando asimilar los fracasos y dando la justa importancia a los éxitos. ¡Fabricando belleza! ¡Regalando elegancia!.

Ni una inteligencia sublime, ni una gran iluminación, ni las dos cosas juntas forman el genio. ¡Amor!, eso es el alma del genio. (Contestaba Mozart a aquellos que frivolizaron con su talento)

La gente se equivoca al pensar que mi arte viene fácilmente a mí. Te aseguro que nadie ha dedicado tanto tiempo y pensamiento a la composición como yo.

El 30 de Septiembre, «La Flauta Mágica» se estrenaba ¡en Viena!, con un éxito absoluto.

Mozart, a pesar de sentirse débil, dirigía la ópera cada día y devolvía poco a poco las deudas que había contraído con sus amigos. Pasadas unas semanas experimentó una gran mejoría que le hizo pensar que la enfermedad remitía.

Tanto es así que animó a su querida Constanze para que partiese a Baden donde acudía regularmente para darse curas de aguas.

Todo parecía ir bien y Mozart continuaba con la composición del Réquiem. Como era su costumbre cuando componía no terminaba la obra al completo, sino que dejaba espacios en blanco de los que se sabía capaz de recordar pasado un tiempo. Tras el cual, completaba los huecos vacíos. Así aprovechaba al máximo el tiempo de trabajo, lo que le permitía llevar varias obras a la vez.

¡Seguro que se sonreiría al recordar como terminó su concierto para piano nº 27, gracias a esta técnica de composición!. ¡Tres años estuvo guardado hasta que lo rescató y completó!

¡Increíble talento y prodigiosa memoria!…, para ser considerado un simple «sirviente». (Los músicos de la Ilustración eran catalogados como ciudadanos de tercera. Mozart nunca se identificó con ese rol social. Un buen ejemplo es su ópera «Las bodas de Fígaro», donde el papel del sirviente (Fígaro) cobra mayor relevancia que el del Conde)

Pero pasados unos días, Mozart se sintió enfermo de nuevo. Debilitado y más susceptible, el Réquiem lo hundía más en la melancolía. Comenzó a obsesionarse con el hombre de gris en quien veía a un mensajero que venía acompañado de siniestros presagios.

De vuelta a Viena, una preocupada Constanze que había pedido consejo al médico de la familia, recomendaba a Mozart que aparcara por un tiempo el Réquiem y se dedicara a componer otras piezas, o simplemente descansara. (Nadie pensaba que fuera víctima de una grave enfermedad que hasta hoy se desconoce. Se barajaron varias causas: triquinosis, fiebre reumática, fiebre de mijo, etc. Hoy se piensa que pudo ser una faringitis que desencadenó con el tiempo en una inflamación renal, siendo ésta última la causante de su muerte)

Hizo caso a su esposa, y durante unos días se encontró mejor.

Ya en el balneario de nuevo, recibía sus optimistas cartas:

¡Amor ¡única!, están volando 2.999 besitos y medio, que esperan que los caces al vuelo. ¡Atrápalos en el aire!. Tu amado esposo.

¡Que lejos estaban los dos de pensar que a Mozart apenas le quedaban unas semanas de vida!

¡Cuanto la amó, y que feliz fue a su lado, a pesar de la tristeza que siempre le causó el que nunca fuese aceptada por su padre y su hermana Nannerl!

Constanze no es guapa, pero tiene unas facciones armónicas. Es mujer capaz de organizar su casa, a sus hijos y todos los papeleos que tanto detesto. Su belleza sale de dentro y es por eso que la amo tanto. Había escrito un Mozart lleno de sinceridad, pocos años después de su matrimonio.

En estos días compuso el «Concierto para clarinete Kv,622». Animado por la mejoría escribiría: No sé porqué dije todas esas tonterías, en verdad me siento lleno de vitalidad y de fuerza. Y siendo como era, un hombre responsable, retomó el encargo de la misa de difuntos.

Entrado Noviembre su salud empeoró de nuevo. Sus cartas a Constanze eran tranquilizadoras y contenían el tono burlón y jocoso que empleaba con Süssmayr. (El discípulo de Mozart, dado el grado de confianza de que gozaba por parte del matrimonio, acompañó en varias ocasiones a Constanze durante sus curas)

Pero a pesar del tono tranquilizador, Mozart comenzaba a percibir que la enfermedad era más seria de lo que parecía. Que los síntomas no eran fruto de su carácter aprensivo, sino que realmente estaba muy enfermo. Esta vez fue consciente de que de verdad…, se moría.

Desde que había ingresado en la Masonería, su idea de la muerte, había adquirido unas connotaciones diferentes.

La muerte es la real finalidad de nuestra vida. Por ello es que de unos años a esta parte he hecho relación con esta verdadera amiga del hombre.

El haber pertenecido a esta Logia le había permitido aumentar sus conocimientos, tener mayores posibilidades de intercambiar ideas con otros intelectuales, o afianzar sus ideas sobre la igualdad entre los hombres, pero nunca dejó de ser un fiel seguidor de la Iglesia Católica.

En la época en que Mozart y su padre Leopold entraron a formar parte de la Francmasonería, ésta era considerada «Una prolongación ilustrada» de las creencias cristianas. Ser católico y masón no era excluyente, sino absolutamente compatible.

A pesar de sus ideas reconfortantes sobre la muerte, sintió el lógico temor e incertidumbre que experimenta todo hombre cuando intuye cercano ese momento. Pero incluso en aquellas circunstancias, primero era la obligación.

Hizo llamar a Sÿssmayr para darle instrucciones. No había tiempo para terminar el Réquiem y quería explicarle detalladamente como tenía que concluirlo.

Más no preocupó a su esposa; la familia de ésta lo visitaba a diario para cuidarlo y darle calor y apoyo. Sus amigos continuaban frecuentando su casa e incluso lo ayudaban en los ensayos.

Pasados unos días, su cuerpo estaba tan hinchado, que a penas podía moverse. Sufría vómitos y grandes dolores. Pero a pesar de todo repasaba mentalmente su Réquiem.

La parte vocal del «Confutatis» parece el espejo de los dictados de su alma en aquellos últimos días:

Rechazados ya los condenados

Llámame con los bienaventurados

Suplicante y humilde te ruego

Apiádate de mi última hora

La Lacrimosa, una de las partes más bellas y tristes del Réquiem, sólo pudo ser completada hasta el 8º compás.

Durante el ensayo cantó como pudo la parte de tenor y rompió a llorar. Quizás consciente de que nunca la podría terminar, o tal vez porque la letra reflejaba su situación con una sinceridad desgarradora:

Oh, día lleno de lágrimas

En el que el hombre resurgirá de las cenizas

Para ser juzgado por ti

¡Perdónales, Dios!

Piadoso Jesús

Dáles descanso eterno, Amen.

Habían pasado dos días desde que se despidiera de sus amigos, cuando le dijo a su cuñada Sophie:

Ahora debo irme tranquilamente, tal como me fue posible vivir. Ahora debo dejar mi arte, tal como me liberé de la esclavitud de la moda, rompí las ataduras de los especuladores y gané el privilegio de seguir mis propios sentimientos para componer libremente lo que mi corazón dictó.

Debo dejar a mi familia y a mis pobres hijos en el mejor momento en que podría haber cuidado de ellos.

¡Como me habría gustado escuchar mi Flauta Mágica una vez más!…

Sobre la medianoche comenzó a tener mucha fiebre y se hizo llamar al médico, que le puso unas compresas frías. La brusca bajada de temperatura provocó que perdiera el conocimiento…, ya no lo volvería a recuperar.

A las 12.55 de la madrugada del 5 de Diciembre de 1.791, Mozart dejó de respirar.

Su cuñada contaría más tarde que sus últimos suspiros parecían imitar los timbales del Réquiem.

No fue ni lluvioso ni demasiado frío, aquel 6 de Diciembre, sino un suave y fresco día de invierno. Después de haber cubierto su frágil cuerpo con una capa negra, quince compañeros de la Logia, con guantes y mandiles blancos, pusieron una rama de madera de acacia en la cabecera del ataúd. Entrando por la puerta Oeste de La Catedral de San Esteban, se dirigieron a la Capilla del Crucifijo, situada al aire libre. Colocaron el ataúd sobre un catafalco y tuvo lugar la bendición eclesiástica, para salir de nuevo al lado Norte de la Catedral, donde el coche fúnebre aguardaba para trasladar el féretro al cementerio de San Marx.

A su funeral asistieron sus amigos. Haydn, que no pudo estar presente porque residía en Londres, lo hizo con el corazón. Salieri estaba allí, apenado y en un segundo plano para no restar importancia al gran músico.

Constanze, rota por el dolor de la inesperada muerte, reunió el dinero (8 florines con 56 kreutzer) para pagar el entierro que le correspondía como músico: Un entierro de tercera clase, sin lápida, en una fosa comunitaria simple.

Fue enterrado con la única compañía del empleado del cementerio, porque así se hacía en una época en la que los camposantos eran foco de graves enfermedades.

Tiempo después Constanze obtuvo un permiso para colocar una lápida en la tumba de tierra, pero el empleado había olvidado el lugar exacto. Hoy día hay una horquilla de pocos metros cuadrados, alrededor del lugar donde se supone está enterrado el genial compositor. Una estatua nos recuerda el sitio aproximado donde descansa.

Como ha ocurrido con otros muchos artistas, al morir, el público se volcó en su música otorgándole una popularidad que perdura hasta nuestros días. ¡Una vez más el reconocimiento llegó tarde!.

Aunque sufrió la incomprensión del público, Mozart nunca dio demasiada importancia a los premios. Como aquella medalla de la «Orden de la Espuela de Oro» que le otorgó el Papa Clemente XIV, por haber sido capaz de copiar de memoria el Miserere de Allegri, guardado celosamente por el Vaticano. No la usó nunca ni la mencionó. (Le podía haber costado la excomunión pero tal proeza debió caer en gracia al Papa). Sin proponérselo había contribuido a que el Miserere de Gregorio Allegri estuviese al alcance de todos los mortales.

Ni tan siquiera en aquella ocasión, con tan sólo 14 años, lo imagino pavoneándose con su medalla. Sin embargo me encantaría poder escuchar su fuerte risa al recordar con su padre, cómo dos días después de copiarlo, regresó al Vaticano para oírlo de nuevo. (Sólo era interpretado dos veces al año; miércoles santo y viernes santo)

Dentro de su sombrero cuidadosamente doblado, llevaba el Miserere, que sacó con disimulo entre la multitud. ¡Se había arriesgado a perder su prestigio sólo para tener la oportunidad de corregirlo!.

Ese es el Mozart que queda en mis pensamientos: ¡El hombre que vivió absolutamente volcado en la música!. Ni siquiera la muerte fue capaz de robarle su alma de niño travieso y pícaro. Con un último guiño nos dejó su mayor tesoro. Y allí, en cada partitura, en cada nota…, está su alma. ¿Podéis oír sus carcajadas?.

Mozart se expresaba no solo con el alma, sino también con el aroma de su época, en toda la complejidad de sus deseos, sus luchas y la ambivalencia. A menudo nos encontramos con una actitud condescendiente hacia él, a su música. «Es muy agradable pero no para mí», dicen estas personas. «A mí me devuelve la pasión Beethoven o Brahms». Estos comentarios sólo revelan una cosa: ¡Esta gente no sabe de Mozart!.

Charles Gounod.

Para los más escépticos:

Minueto K 355. Es una composición única. Quizás fue un experimento, pues se desconoce la finalidad del mismo. Dicen que si la escuchas con el corazón se ven sonidos tan novedosos que recuerdan al muy posterior Jazz.

Quinteto para clarinete, K 581…, simplemente traspasará tu fibra y esa muralla de escepticismo.

Misa en Do mayor, K 427. Extrañamente no fue una misa por encargo. Se desconocen los motivos por los que la compuso. Se saltó todas las reglas establecidas para una misa (como no escribir sólo voces, no durar más de 45 minutos, etc), dejándose llevar por su impulso. (Imagino al pobre Leopold, prudente y obediente, viendo su puesto de trabajo en peligro. Colloredo estallando en ira y dando toques de orden a un Mozart, que harto de estar sometido presentaba su carta de renuncia)

Concierto para piano nº20, K466. Es una de sus piezas más bellas. Escrita en la misma tonalidad (menor) que el Réquiem o la ópera Don Giovanni, es una de las más dramáticas de su producción. En contra de lo que algunos piensan cuando la tachan de Beethoviana, fue al contrario, una fuente de inspiración para Beethoven, que admiraba profundamente este concierto y lo mantuvo en su repertorio durante sus inicios. Escribió varias cadenzas del mismo que se siguen interpretando actualmente. (Una cadenza, o cadencia es una porción de un concierto, improvisada o escrita, en el que la orquesta deja el protagonismo a un instrumento solista. Mozart escribió una en el final y el 3º movimiento de su Sonata para piano, K, 333. Las cadencias que escribió Beethoven para el concierto para piano de Mozart, K, 466,  fueron para la 3ª y los primeros movimientos del mismo)

Hay quien define este concierto para piano, K, 466 como ¡MÚSICA ABSOLUTA!

Ya suena su Pequeña Serenata Nocturna mientras elaboro este delicioso arroz, viendo las verdes praderas al frente. No es una metáfora, os lo prometo. El campo, Mozart, y yo cocinando…

¡Bienvenido, mi querido Amadé!.

Arroz con alcauciles y chirlas

Ingredientes:

  • 400 gramos de arroz «bomba»
  • 8 alcauciles (o alcachofas) medianos y tiernos
  • 1 diente de ajo
  • 350 gramos de chirlas
  • 200 gramos de gambas congeladas (optativo)
  • 2 o 3 tiras de pimiento rojo de asar
  • Un tomate maduro grande rallado
  • Un poco de harina para «la blanqueta», o limón
  • Unas hebras tostadas de azafrán
  • Colorante alimentario (por si quieres subir un poco más el color)

Preparación:

Tenemos preparado un recipiente hondo con agua y harina, o con agua y varias rodajas de limón, o perejil. Son antioxidantes que ayudarán a que los alcauciles no se pongan oscuros, tras cortarlos.

Lavamos y cortamos las tiras de pimiento y las sofreímos en 6 cucharadas de aceite de oliva.

Sacamos del aceite y reservamos. Ponemos el ajo cortado en trocitos pequeños y cuando se comience a dorar, soltando así todo su aroma, incorporamos una chalota pequeña o media cebolleta cortada muy pequeñita. Dejamos hasta que esté transparente y echamos el tomate rallado.

Incorporamos, si queremos unas gambas congeladas, cuando esté el tomate. Sólo tienen que cambiar un poco de color y las sacamos. Las reservaremos a parte y las incorporaremos en el último minuto, antes del reposado. Así conseguiremos sacarles más sabor.

Una vez hemos sacado las gambas, apartamos el sofrito y limpiamos los alcauciles de la siguiente manera: Los lavamos bien y le quitamos las hojas más duras del exterior. Quitamos la pelusilla que tienen a veces en el centro y los partimos en cuatro trozos, o en dos, según lo grandes que sean. Inmediatamente los metemos en la blanqueta, que en mi caso no ha sido tal, sino agua con limón, pues su sabor le va bien a este arroz.

Tostamos el azafrán, metiéndolo en papel albal y dejándolo 1 minuto en una sartén, bien caliente. Preparamos el arroz, dejando para lo último las alcachofas. Calentamos el sofrito, si se ha enfriado, añadiendo las tiras de pimiento. Echamos las chirlas, que hemos tenido metidas en agua con sal y enjuagado después abundantemente, hasta que no tengan arena. Las escurrimos bien y les damos unas vueltas con cuidado, e incorporamos el alcaucil,  el arroz y el azafrán. (También se pueden sofreír aparte, como he hecho yo, para evitar que se rompan)

Una vez hemos puesto todos los ingredientes, cubrimos con el agua; el doble y un poquito más que de arroz, y le añadimos un poco de colorante alimentario y la sal al gusto.

Cuando falten unos minutos, probamos de sal y el punto de cocción. Apartamos según lo queramos más entero o menos el grano, a los 17, 18 minutos de cocción. Cubrimos con papel de aluminio por completo y dejamos reposar; 3 o 4 minutos.

Servimos y disfrutamos juntos.

¿Veis lo que os dije del campo verde?. Un plato económico y riquísimo. Nada que envidiar a los arroces con marisco que hoy pueden degustar unos cuantos menos…, entre los que yo me encuentro. ¿Creéis que un plato así no produce la misma felicidad?. ¡Probadlo por favor!…, ya me contaréis.

Un beso.

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